Escucho el final del partido por radio en internet. Hoy Ushuaia estuvo deslucida en su juego, sin identidad.
Lo anecdótico del resultado (la derrota en este
caso) no impide que mi mente se traslade a lo que pasó ayer: luego de cuatro
años de no ser más un atleta salonista activo, abrí la puerta de los recuerdos
sin saber qué encontraría en los relatos de mi época como jugador de futsal,
esos que habitan muchos recortes de diarios y revistas que fui guardando durante
los últimos veinticinco años.
Algunas vivencias no las recordaba del todo, pero
hay otras batallas que nunca mueren y siguen mandando mensajes cada día de mi
vida.
Como por ejemplo ese partido de 1990 en Río Grande,
jugando para la Selección de Ushuaia.
Disputábamos el segundo partido de eliminatorias
provinciales para ver quién era el mejor conjunto de la isla. Se jugaba al
mejor de cinco juegos, dos en cada ciudad con gimnasios colmados de personas
amantes del clásico fueguino de futsal y un quinto que, de jugarse, alternaba
año a año su ubicación.
El que ganaba la eliminatoria elegía cuerpo técnico
y la base de jugadores de la Selección de Tierra del Fuego para jugar el torneo
nacional de selecciones de provincias (el mismo que se está desarrollando esta
semana).
En esa época, tanto Ushuaia como Río Grande tenían
jugadores de futsal muy buenos individualmente, casi determinantes en algunos
partidos por su carácter aparte del talento técnico.
Esa noche en el centro deportivo de Río Grande, con
veinte años y a pesar de mi juventud, tuve la oportunidad de jugar un partido
soñado sobre todo por el marco, el rival y todo lo que ello significa.
Se ponía en juego una rivalidad, una manera
de jugar y sentir… de vivir, en definitiva.
Esa noche ganamos por 8 a 7 en un torrente de adrenalina
y situaciones cambiantes que dejaron sensaciones difíciles de olvidar.
La incertidumbre de lo imprevisible merodeó el
parquet los cuarenta minutos.
No podías dar nada por sentado o por hecho, todo
era muy parejo y la exigencia te llevaba al límite.
Cada situación de ataque del otro equipo era
peligro de gol debido a la verticalidad y al excelente disparo exterior de
muchos de los jugadores riograndenses, virtud que aún hoy en día mantienen.
Nuestro arquero tuvo mucho trabajo esa noche, tuvimos
que llevar la defensa al límite en todos los sectores e intentar atacar rápido
con nuestra mejor velocidad en la contra. Cada vez que nos proponíamos atacar
posicionalmente éramos más claros y ordenados en la posesión.
Pero la defensa esa noche fue el corazón del equipo
por su presión y por el despliegue en las coberturas. Tampoco quedaba otra: ellos
eran muy peligrosos en la finalización.
La cancha era pequeña y ese condicionante también
mandaba en la calidad de las ejecuciones.
Nuestros jugadores más talentosos con su
experiencia hicieron la diferencia en los momentos claves con jugadas
maravillosas.
Hubo goles de diferente factura desde el punto de
vista técnico y muchas jugadas elaboradas con alto grado de colaboración. Aunque los equipos eran muy diferentes tácticamente
y su nivel en ese rubro era limitado, todo lo que hacía cambiante al partido
pasaba por las individualidades y sus decisiones; por la creatividad de los
salonistas, en definitiva, como ocurre normalmente en nuestro deporte.
Participé en muchas jugadas que terminaron en goles
para mi equipo, incluso me cometieron un penal por escurrirme de las marcas
rivales por un lugar de la pista poco frecuente en esa época (sobre la línea de
fondo y hacia dentro del área).
Hice goles y también erré otros tantos por mi falta
de puntería y la ansiedad propia de la edad.
Fuimos perdiendo en el marcador durante dos pasajes
diferentes del partido y ganando en dos oportunidades distintas.
Cuando parecía que nos llevábamos el partido, a
solo 3 minutos del final, un jugador rival salió a la pista desde el banco de
suplentes y clavó tres misiles inatajables que le dieron el empate y la locura
a todo el público riograndense.
En ese preciso instante las faltas colectivas del
rival estaban en bandera roja (6° falta) así que nos quedaban chances de
resolver el partido a favor nuestro, hecho que ocurrió cuando nuestro mejor
jugador fue derribado en una jugada mano a mano, derivando la ejecución del
tiro de castigo que cambiamos por gol.
El triunfo en esa noche de ilusiones de mi juventud
me enseñaría a no rendirme nunca, como ese rival “tapado” que ingresó del banco
a cambiar la historia e intentar siempre algo más, a entender el juego, sus
aristas, vaivenes y momentos… su espíritu rebelde y lógico a la vez.
Esa noche fue mágica por todo lo que me tocó
protagonizar en la pista junto a otras 29 personas que estábamos allí por el
mismo amor al futsal, muchos de ellos verdaderos referentes históricos.
Pero también entendí la importancia de ser fiel a las maneras, a
la esencia de las cosas.
Ambas Selecciones fueron fieles a su idiosincrasia.
Río Grande, con sus múltiples medios técnicos, su resolución y valentía para buscar el
partido. Ushuaia, buscando el complemento entre colaboración, sabiduría + talento,
carácter y perseverancia.
Esa fue la última eliminatoria que Ushuaia ganó
antes del cambio de siglo y marcó el final de su predominio en ese rubro
durante una época dorada, le esperarían casi veinte años de sequía para volver
a recuperar la memoria, su identidad.
Me acordé de quién era, adónde anhelaba llegar, qué
valores me acompañaban en ese camino donde todo era la emoción de perseguir ese
sueño y jugar con los mejores, aprender de esas personas que admiraba.
Una huella que agradezco a la existencia es el
haber estado allí jugando de determinada manera, con toda la intensidad
disponible… ¡y aún más de la que tenía!,
porque había que dar el máximo a cada instante, esperando lo inesperado.
Sin rendirse aun sabiendo que podés ser vencido.